El apuntamiento

El apuntamiento (Basado en el relato de un reo común en la Penitenciaría de Santiago, año 1968)

 

—¡A vos te conozco! Me agarran por el hombro, me volteo con el jarro de cerveza en la mano. Era un detective, un “rati”. Era el mismo que me detuvo por robo la última vez. Menos mal que estaba tomando solo, ahí en el boliche. Antes que alcanzara a terminar la pilsener, me agarran entre dos, me sacan afuera a empujones y me meten en la camioneta de investigaciones. —¡Suéltenme! ¡No he hecho ná! —Cuidado con éste, mire que es peligroso… —advierte el rati. Un bofetón y un “cállate” y estoy arriba. Llegando al cuartel, les digo:

—¡Me traen a la “pesca”, por las puras! ¡No he hecho ni una cosa! Juro por Dios…. Igual me allanan: me quitan el cinturón, los cordones de los zapatos, la billetera, los documentos. Los envuelven en el mismo pañuelo de uno, y anotan, nombre, todo. Después: “¡Páselo p’adentro!”, derechito al calabozo. ¡La pu… hasta aquí me llegó la suerte! ¡Tan re bien que estaba trabajando en una construcción! Primera vez que lograba levantar cabeza. Era un cambio, y una suerte, porque conseguir algo con los “papeles sucios” no es fácil. El capataz de la construcción ni recomendaciones me pidió, parece que ese día se les había ido uno de los obreros. Llevaba ya tres meses trabajando en esa construcción: gente sana, buenos amigos, y yo con plata limpia en el bolsillo. Se puede decir que estaba empezando a ver cómo era la vida… Porque desde chico me lo pasé en los encierros, y el que sufre encierros sabe que ahí aprende el bien y el mal. Y de la moral, que le llaman, se conoce primero el mal. Golpes porque andas sucio, patada porque eres flojo, hasta porque “sos feo”… A mi padre no le supe la cara, mi madre murió quizá cuándo, tampoco la recuerdo. Me crió una vecina, por caridad, y a nadie le importaba donde yo anduviera. Por eso salí a conocer la calle y ligerito me agarraron “por vagancia”. Me soltaban, volvía a caer. Primero anduve limosneando, pero cuando ya uno siente vergüenza de estirar la mano, viene el robo. Eso es cosa sabida. Y ahí, en las correccionales donde lo encierran a uno, más es lo que se aprende para seguir robando. Y lo aprende mejor, para hacerlo más en grande en cuando lo suelten. La última condena, que fue de cinco años y un día, me hizo cambiar de idea. Es que esa vez en la cárcel me enseñaron a leer. Además, aprendí oficio con la madera y, como se dice, ¡senté cabeza! Y ya era hora, porque tenía más edad, veinticinco, según mis documentos. Porque las otras veces al salir no sabía mucho a lo que iba. Esta vez, sí: tenía decidido “chantarme”. Vivir como un hombre honrado y sin que supiera nadie que antes había delinquido. Me dio gusto respirar el airecito puro al pasar las rejas… Y eso, creo que fue porque iba decidido a cambiar. ¡Uno se hace tantas ilusiones con la libertad en cuanto la pierde! Porque, la verdad, adentro no es tan malo el trato, hasta hay guardianes que son amigables si uno no les causa problemas. Lo malo son algunos reos que están siempre haciendo planes para escapar, y si no se les lleva el amén, lo tachan de cobarde… Otra cosa son los que tienen malas costumbres, pero de eso me libré, porque el que busca tener su compañero, sabe quién le va a consentir y quién no. Salí, como decía, ilusionado, aunque sabiendo muy bien que el que ha estado adentro, cuando sale ha de tener paciencia. Pero esa vez tuve suerte y me tomaron en la construcción sin pedir documentos. Al comienzo hallaba duro el trabajo. Es que como me vieron fortacho me pusieron en el acarreo de material pesado en carretillas y a cargar sacos de arena. Pero me fui acostumbrando y estaba contento. Me sentía, al fin, una persona como las demás. Nadie se maliciaba de mi pasado. El capataz era buena gente y los compañeros me daban trato de amigo. Poco duró la ilusión… No habían pasado tres meses, cuando me agarraron en el boliche tomando mi cervecita. Buen dar con la mala suerte, si hasta andaba pensando en casarme en cuanto juntara unos pesos. ¡Puchas la mala suerte!, me estaba diciendo, dándole vueltas al asunto, ahí en la celda donde me tiraron. Ya era de noche, cuando oigo el cerrojo. Entra un guardia, me apunta con el dedo: “Ven, sale pa’acá”. Me malicié que era para hacerme “un trabajito”. ¡Así los llaman! Me sacan a empellones y me meten en una sala: ah me amarran a una silla. Pego la mirá, y veo que no hay otros muebles, la pura silla. ¡La pu… aquí sí que me van a dar fuerte! Empezaron a trabajarme al tiro. —¡Ya, habla huevón! ¡Suelta los robos! ¡No te hagas el jetón! Y yo tratando de decirles, entre golpes y patadas, que no tenía ni un robo que soltar, que me había chantado, que estaba trabajando, que vieran los recibos de pago de la construcción, que los buscaran en la billetera que me habían sacado cuando me allanaron al entrar. —¿Crees que somos babosos? ¡Habla, gil de mierda! Y yo, con toda humildad para que me creyeran: —Es la pura verdad, es la firme, jefe. No me golpee tanto, si no tengo qué largar… Entonces nombraron “la máquina”.

Se me pararon los pelos de pensar que me iban a meter la corriente. Y ahí, les insisto, medio tartamudo con los correntazos, vuelta a lo mismo, que no tenía ni un robo, que había pagado los antiguos, que venía saliendo de la penitenciaría, que me creyeran… Y ellos: “Habla luego, que no estamos aquí de ociosos”. Y cuando me vieron flaquear ¡venga el balde de agua! Parece que era cierto que tenían apuro por la forma en que me llovían, entre los insultos, los puñetes, las patadas, hasta lacazos. Una de las pateaduras me hizo sentirme mal. Ladeé la cabeza para que se notara que ya no me quedaba aguante. —Puro teatro hace el huevón —dijeron. Y otra vez ¡dénle duro! Y yo: “¡No he hecho ná!” —¡Aquí son todos angelitos! Hasta que uno dijo: —Más rato volvemos a interrogarlo. Este es ladrón, delincuente habitual y no se libra con “grupos” de que lo trabajemos. Me cascaron que ya no sabía de mí. Rodé por la escalera y me tiraron, como saco, al calabozo. Suerte perra… Me rompí un pedazo de camisa para vendarme las magulladuras de la cara. ¡Cabrones! No había dónde no me doliera. Me preguntaba: ¿Cuánto me irán a tener aquí? ¿Y el trabajo en la construcción? Calculaba que no vendrían hasta la noche siguiente, no hacen esos “trabajos” de día, ¡cuando oigo el cerrojo y el “vos, sale pa’cá”..!

—Anoche tuviste suerte —me dice el inspector— porque teníamos que salir de ronda. Ahora sí que vas a confesar, huevón. Tenía el aliento pasado a vino. Me llevaron a la sala de guardia para que “hablara por las buenas”, dijeron. Eso lo hacen para que uno se haga ilusiones, lo llaman “ablandar” para que después más le duela lo que viene. Pero uno se la cree. Me insisten: —Ya, suelta los robos de una vez. —Pero si anoche les dije la firme, jefe. Le volví a pedir que vieran los papeles, ahí estaban los recibos de la construcción. Los mandó a buscar. Abrió el atado que había hecho con el pañuelo y se puso a examinarlos. —Por esta vez te voy a dar crédito —me dijo—. Pero no te vas a librar del parte por vagancia. Y también te vamos a pelar a rape. —Puchas, iñor, no me haga eso —le pido yo con humildad—. No ve que son cinco días encerrado y con eso me van a despedir en la construcción… Y más encima, andar con la cabeza rapada es como andar diciendo a gritos que uno es delincuente. —No me vengas con huevadas. Si no estás conforme, te damos otra pateadura hasta que, si no tienes un robo que confesar, tengas que inventarte uno, jetón… Entonces les hablé, siempre con humildad, por ver si se los convencía. Total, botarse a “choro” es peor, es darles pretexto para que a uno lo castiguen más. Le pedí: —Tiene que entenderme, jefe, es la pura verdad que decidí chantarme, ¿no es eso lo que piden cuando uno está adentro?

Eso de la rehabilitación que le llaman. ¿No ve que hasta aprendí oficio para cuando me dejaran libre? No sé si me creyeron, o no. El inspector me pega una mirada despreciativa, y sale, pero antes, le hace una seña al otro. Y el otro se me acerca, con buenos modos. —Oye, en la billetera tienes buen billete—. Pásate dos y hasta luego. ¿Conforme? ¡Sinvergüenzas!… Más ladrones que uno. Cierto que había oído de eso, que llaman “el apuntamiento”, que le hacen los tiras a los ladrones: cobran al mes, como condición para dejarlos tranquilos, porque suponen que uno sigue robando. Pero ¡que me lo hicieran a mí, que gané esa plata y la gané con sudor, cargando sacos de arena, de sol a sol! Y sin tener más que lo justo para el pago del cuarto y la comida, y de vez en cuando una cervecita con los compadres… No me jodan. —¿Conforme? —me estaba repitiendo. Lo miro, indignado, listo para largarle el insulto. Pero me acordé del “trabajito”. El parte por vagancia, la cabeza rapada. —Conforme, si salgo al tiro. —En cuanto pases la plata. Se la paso, y salgo a la calle, arreglándome el cinturón, que no se me cayeran los fundillos. Ni los cordones le quise poner a los zapatos. Caminaba sin ver por dónde iba. ¡Puchas con los sinvergüenzas abusadores! Al ver que estoy cerca de la pensión donde arrendaba el cuarto, me devuelvo. Decidí esperar la noche: que no me vieran así, con la cara magullada.

Me fui a servir una cerveza con la plata que me dejaron los cabrones y terminé por conformarme. Total, estaba afuera. Al día siguiente en la construcción les conté el cuento del asalto: que me habían cogoteado unos delincuentes y me habían sacado la plata de la semana y puesto la cara así. Era buena gente y me creyeron. Hasta hicieron una colecta poca para ayudarme: —No te preocupes, chico —así me decían—. Eso a cualquiera le pasa. ¿Y cómo no les largaste puñetes, vos que cargáis sacos de cien? —Es que andaban con cuchilla y eran muchos… En fin, que me la saqué. Me creí a salvo, pero como a los dos meses, cuando ya me había olvidado del asunto, siento otra vez la garra en el hombro. Volteo. El mismo buitre. —Suélteme ¿no ve que voy camino a casa? —No te hagas el huevón. Y empieza a registrarme. —Oiga, si lo va a hacer, no lo haga delante de la gente, ¿no ve que aquí en el barrio me conocen? —Andando, entonces, porque la “mionca” está en pana de rueda. Puro “grupo”, pensé, para tener tiempo de hablarme. Estábamos como a diez cuadras de la pesca. Y me fue diciendo que “esta vez no te vas a librar tan fácil, porque son ocho los robos que tienes a tu cuenta”. —No me venga a calumniar… ¡qué robos, ni qué mierda! —No te pongas atrevido. —Si no he hecho más que cargar sacos en la construcción…

—Para qué sigues con el “grupo” del trabajo. Se puede trabajar de día y “chorear” de noche. ¿Crees que somos nuevos en este oficio, jetón? Y cosa que yo le decía, él replicaba: “se lo dices al juez”. Con eso me jodieron. Entrar a la “pesca”, ya sabía, era pasar al calabozo, y del calabozo a la pateadura. Antes, si salía a hacer un robo, llevaba debajo de la lengua una media “gillette” , esa es precaución que uno toma: lo agarran y ¡zas! un tajito en el estómago, que sangre su poco, para que lo lleven a la enfermería: es el truquito para que no lo pasen a uno a la “pesca” donde están los tiras. Ahí de la enfermería uno va derecho al juzgado, se salva de la pateadura, esa a la que le llaman ellos la “interrogación”. Cosa curiosa, pero cuando se deja el oficio, empieza uno a andar descuidado… Esta vez, me volvieron a nombrar la máquina, y me hicieron el trabajito de las amenazas para que aflojara. Entonces, poco antes de llegar al cuartel, uno me lleva a un lado: —Si tienes billete, pasa y hasta luego… —No tengo ni cobre. ¿No ve que me dejaron con deuda la otra vez? —¿Quién te dejó con deuda, huevón? Y aunque así fuera, cuando se anda choreando se maneja billete. —¡Si no he hecho ni una cosa!.. Lo dije y me arrepentí. Qué sacaba con seguir con la misma.

Ya había visto que no servía. —Oiga, se podría arreglar —le digo—: el sábado me pagan. Le pareció bien. Dijo que ahí mismo me iban a esperar a tal hora, dentro de tres días cuando tocaba que era sábado. Volví desmoralizado a la casa. Esa noche le hablé a la mujer que tenía: “Mira, Negra, pasa esto”. Y le conté todo de mis condenas. —Más vale que sepas cómo son las cosas —le dije, porque ella era así, comprensiva—. Hice el firme propósito de chantarme, pero estos buitres no me dejan ni juntar plata para casarnos. Y le estuve explicando cómo era ese asunto del “apuntamiento”. —Te creo —dijo la Negra—. Si ya la corriste, ahora más bien sienta cabeza. Sé que vas a ser buen marido. Yo te espero. Te lo prometo. Eso me conformó. También me dio un consejo: —Mejor te mudas de esta pensión; te conocen en el barrio y ligerito dan la nombrá a los tiras. Pero no le hice juicio. Dejé pasar el tiempo, más que nada porque no es fácil hallar un cuarto bueno que sea barato. Otra cosa, que ahí estaba cerca de la construcción, no tenía que gastar en autobús. La Negra me afirmó para el gasto de la semana, porque el sábado tuve que darle otra vez dos billetitos gruesos a los tiras. Nunca creí que iban a volver tan luego. No pasó un mes y ya los tenía, ahí, en la pensión. Cuando la dueña fue a avisarme que me esperaban unos caballeros, me creí que eran dos amigos que habían quedado en venir a buscarme. Hasta le dije a la señora, con toda confianza, que los dejara pasar.

¡Los desgraciados esta vez traían la orden de detención con mi nombre y mi apodo! Y no sabía cuántos robos me iban a colgar. ¡Contra el papel no hay nada que hacer! Ya sabían que siendo día sábado me pillaban con plata. —No pierdas el tiempo con “grupos”, —me dicen, y me ponen por delante el papel. No dije palabra, me tragué la rabia. Les solté los billetes, palmaditas en la espalda y se fueron. ¡Cabrones…! Agarré mis cositas y esa misma noche me mandé mudar. Capaces eran de volver al día siguiente. ¡Se habían cebado, los perlas! Me costó encontrar cuarto, y al fin fui a dar lejos, cerca de la cordillera. Me levantaba de alba para viajar una hora de ida y una hora de vuelta. Me lo pasaba encaramado en las micros. La mujer me decía: “Eso te pasó por confiado”. Será que cuando uno se retira de la delincuencia, se pone distraído, no piensa en esos detalles. Me sentí tan seguro en ese otro barrio que no discurrí que podían ir a la antigua pensión y averiguar ahí dónde trabajaba. Cierto que al no desconfiar, uno se jode. Ni siquiera fui precavido para advertirle a la dueña de la pensión que no dijera dónde trabajaba. Así es que llegaron a la construcción. Me estaban esperando a la salida. Eso fue como a los dos meses. Yo estaba bien tranquilo, pero en cuanto los vi, me di cuenta que eran ellos. No lo esperaba, así es que me quedé tieso, ni siquiera atiné a esconderme.

—Mejor pasa tres billetes, mira que andamos necesitados —me dicen. Ahí, ya no me pude aguantar. —No les doy ni medio, aunque me lleven preso… ¡Córtenla con la huevada! —¡Si te pones atrevido te va mal, mierda! Se dieron cuenta que esta vez no iba a ser lo mismo porque me llevaron a empujones donde el capataz de la construcción, para joderme de un viaje: “Mire, —le dicen—, este gallo es un delincuente. Con puras condenas. Y ahora tiene una acusación por robo. Se lo venimos a advertir por si también hay aquí alguna denuncia”. Ahí el capataz se acordó de unas herramientas que se habían perdido, quizá cuándo. Hasta le dio las gracias por la “información” al conchesumadre, y después sale el capataz con que: “Eso me pasa por no exigir documentos ni recomendaciones”. ¡Como si él fuera ahí el mandamás! Se empezó a juntar gente, los mismos de la construcción y otros, porque los tiras armaron la grande con los empujones, y hasta me esposaron, para joderme un poco más. Entonces saqué toda la rabia que tenía guardada. Les dije a gritos, que era cierto que había sido ladrón, pero que bien pagados tenía los robos, que había decidido chantarme, pero que estos cabrones abusadores me sacaban toda la plata del trabajo con sus famosos “apuntamientos”. Que ¡ése sí que era delito! Eso les grité y no recuerdo cuánto más, en fin, todo lo que tenía adentro. Ni se arrugaron.

El capataz, que era de esos que creen que los detectives son más honrados que el que ha pasado por la cárcel, hasta comentó: “Siempre que agarran a un ladrón, sale con esa lesera. Lléveselo. Después les mando la denuncia por escrito, por las herramientas robadas.” Otra vez, allanado, al calabozo, y por la noche “vos, sale pa’cá”… A golpes me llevaron hasta la escalera. Más encima, amarrado de pies y manos, obligado a dar pasitos cortos. Íbamos a subir cuando se oye una voz gruesa: —¿Quién es el jefe aquí? Quiero hablar con el encargado de este cuartel. Se conocía en el habla que era un gil con plata. —No venga con gritos —le dice el inspector—. ¿Quién es usted? —Soy el padre de los jóvenes que detuvieron recién. —Esos cabros de mierda se robaron un auto y violaron a una — dijo el detective—. Así es que los voy a pasar a la cárcel. Me dejaron ahí, amarrado como un bulto, y se fueron a hablar con el gil. Cuando él los convenció que los soltaran ¡seguro que ni plata les pasó porque esos gallos se libran con puro nombrar a sus conocidos “palos gruesos”!.. ahí se acordaron de mí. Me empujan por la escalera “sube, huevón”. Y arriba “date vuelta”: me tuvieron como trompo, girando. Si me detenía, un golpe. Hasta que, emborrachado, ni supe dónde estaba. Entonces, de un empellón, me tiraron de espaldas. ¡La puuuta, siento que estoy tendido en el somier… la máquina! Para ponerle a uno la electricidad tiene esos somieres de metal. Empiezo a dar berridos: —¡Noo, la máquina nooo… Nooo…!

—Ah, ¡la conocís, huevón! No sos nuevo en el asunto. Entonces, mejor habla de una vez. Ya, pues, dale. Anda soltando… —¿Qué quiere que les suelte? Estoy chantado. —Claro, un angelito, ¿y por qué te cambiaste de casa? —Para que no me saquen la plata ganada con el trabajo honrado. Porque me tenían jodido con el “apuntamiento”. ¡Por eso me cambié! —Miren el piojento, desgraciado, venir a calumniar a mis muchachos. En otras “pescas” se estilará esa cuestión, de apuntamiento… aquí todos siempre se han contentado con recibir su sueldo. —Déjelo con nosotros, jefe —dijo uno—. Le hacemos un trabajito por hocicón. ¡Miren el perla venir a calumniarlo a uno!… Me agarraron a golpes, por todo el cuerpo. En eso me vienen arcadas. —No vengas a ensuciar, oh… que te lo hacimos comer, mugriento. De puro susto me contuve. Cuando estaba medio traspuesto, a punto del desmayo, alcanzo a escuchar el “reanímelo”. Y ahí me cayó encima el balde de agua. —¿Vas a hablar, o no? —Pero, jefe, no voy a estar inventando… —Traigan la máquina. Me quedé tieso. No pude moverme mientras me quitaban las amarras. Enseguida, me desnudan, completamente. Me vendan los ojos y me atan a las cuatro esquinas del somier. Me pusieron alambres en las sienes, me volvieron a echar agua. —Te damos la última oportunidad. Habla.

—¡Me van a maquinear por las puras!— les grito—. ¡Si no tengo que…! Ni terminar la frase me dejaron: vino el primer correntazo. ¡Puta la descarga! Abro la boca para pegar el grito y me enchufan un trapo… —Cuando decidas hablar, abre la mano —oigo que me dicen. Y métale corriente. No era la primera vez que me encontraba con la máquina, pero esta vez se ensañaron: en los miembros, en la boca y en los testículos. Y eso no fue más que el comienzo: ¡cinco noches me tuvieron así! De la tortura al calabozo, del calabozo a la tortura. De día no descansaba, tenía la boca hecha una lástima, no podía comer. El agua, la tomaba a sorbitos. Los testículos hinchados. La cabeza que se me partía. En el cuerpo no dejan señal con los trapos mojados, no más se ven las heridas de la cara. Sentado en el calabozo, seguía oyendo zumbar la maquinita. Tenía adentro ese zumbido. Menos podía dormir: me quedaba despierto pensando que todo iba a empezar de nuevo en cuanto oyera que se acercaban esos pasos que resuenan fuerte en el silencio de la noche. Luego el cerrojo y el “vos, sale pa’cá”. No sabía si vendrían, ni a qué horas, así es que me lo pasaba ahí, espirituado. Lo hacen de intento, dicen, es parte del ablandamiento, el mantenerlo a uno así. Bueno, que cada vez se me hacía más duro, cada vez tenía menos aguante. La puta, pensaba, ¡no tener un buen robo que confesarle a estos cabrones! Estar ahí, aguantando el suplicio, por querer “chantarme”… ¡Buen dar con la suerte perra!

La quinta noche, apenas empezaron con la máquina, les hice la señal con la mano. —Desátenlo. Me pasaron los papeles con los robos, y pongo la firma. Sin mentir, ni siquiera tuve curiosidad por leer lo que decía. —Mañana te pasamos a la cárcel. Aunque parezca raro, después de lo que había sufrido, se me hizo livianita la cárcel. Noventa y cinco días me dio el juez. Y eso que, cuando me fueron a interrogar, dije la pura verdad: —Soy inocente: ni sé qué robos están escritos ahí, si puse mi firma, fue nada más para librarme de la famosa maquinita. Les mostré las magulladuras de la cara. El juez, como si nada. Igual me incomunicó. Para salir, después de los noventa y cinco días, me pusieron multa de cien escudos, los mismos que no quise darle a los tiras. Total, ya no sentí lo mismo que cuando salí la otra vez. No tenía propósitos. Ni buenos ni malos. Estaba completamente desmoralizado. Perdí el trabajo, la mujer, la plata. Todo. Como no sabía a dónde ir a dormir esa noche, recordé un amigo de una antigua condena. Me había ofrecido, “si no tenís dónde llegar, ésta es la dirección de mi casa”. Para allá corté. “¿Cómo te ha ido, chico?” “Mal .” Y le cuento. “Estoy en las mismas, me dice. No encuentro trabajo. Cada vez que salgo en libertad, digo “me chanto”. ¡Y me empiezo a morir de hambre!”

Salimos la noche siguiente. Había un buen dato con unos delincuentes habituales. Estábamos pensando en poner un quiosco de revistas con esa plata. ¡Si es para la risa! ¡Uno nunca pierde la ilusión de cambiar de vida! Teníamos a medio hacer el trabajo, ya con la plata en la mano cuando, el que estaba de “loro”, avisa: “¡La pioooola!” Y aparece el furgón con la policía. Agarrado, y encima, con el robo… Y aquí me tiene, en la penitenciaría. Me consuelo pensando “¡Al menos esta vez estoy pagando algo…”

 

“El apuntamiento”, de Isidora Aguirre, fue publicado en Las mujeres cuentan, Antología, Simplemente Editores, Santiago de Chile, 2011.

 

Isidora Aguirre (1919-2011)

 

 

 

Cover: I’m Sorry’ (2008) by Abdel Abidin, ph. Diana Marrone; the artwork is on show at Iran Pavilion, 56th Venice Art Biennale, until November 22, 2015

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